3.03 y 3.031 del Tractaus logico-philosophicus



Llevo unos cuantos días (aun a pesar de tener que dedicar tiempo a mis hijos y mi casa), leyendo por segunda vez el Tractatus Logico-Philosophicus de Ludwig Wittgenstein (foto). La verdad, en una primera intentona, concluí el libro leyendo prácticamente sin entender casi muy poco. Con una nueva edición en mano, llena, generosamente llena de notas aclaratorias (mi agradecimiento al profesor M. Valdés Villanueva, encargado de la traducción, introducción y notas de la dicha edición), estoy viviendo una de las más agradables experiencias en cuanto a lectura.

No creo en nada absolutamente que se diga con palabras; mejor dicho, creo en lo dicho, pero no en el susodicho… Ya antes de conocer a Wittgenstein o a Nietzsche tenía esta convicción. Para mí, el lenguaje es como una tonada que suena y se va. ¿Cómo puede algo como eso, representar lo externo? La naturaleza de lo externo, entra en conflicto con la naturaleza sonora y efímera del lenguaje. ¿Cómo puede la naturaleza del lenguaje, representar otra naturaleza que no es la suya?

Yo leo, leo con verdadera devoción; lo poco que leo, claro; y este sentimiento no se perturba ni ante las sublimes candieses de aquellos pensadores que más estimo y que quizá, significan para mí, una o dos de las pocas dichas verdaderas de la vida. La concepción de cada uno de ellos; la peculiar, particular y muy especial forma que toma el mundo en total, o aquello que constituye el mundo, son verdaderas creaciones artísticas: pululantes demonios flotantes que nos sonríen divinamente para luego escaparse montados en el sonido. He aquí mi mejor manera, la más sana y menos molestosa forma de ver la filosofía. Las ingenuidades, las “tonterías” dichas por nuestros más queridos pensadores, se deben a la carencia de una visión del conocimiento, como una cuestión tan prótea como el lenguaje mismo, tan extraña al “mundo” o a “aquello”, como lo es el sonido de la palabra “fotón” al la “cosa” que indicamos con la misma.

No he podido evitar conmoverme al encontrar dos incisos del Tractatus un poco ilustrativos a este respecto. Ver cómo se ama la propia concepción de las cosas, ver cómo uno es poseído por el dulcísimo y resplandeciente espíritu apolíneo en su forma elemental, y cómo nos seduce la voluptuosa felicidad de poder remachar con metal dorado (aunque sea un vulgar artificio), una idea que aparece en nuestra mente tan luminosa, tornasolada e indivisible como un diamante. Cómo pudiera yo robarle ese momento al genio vienes y llevármelos como una rata a mi tumba:

3.03 No podemos pensar nada ilógico; si lo hiciéramos tendríamos

que pensar ilógicamente.

3.031 Se decía en otras épocas que Dios podría crearlo todo menos lo que contravenía las leyes lógicas. Y es que de un mundo ilógico no podríamos decir qué aspecto tendría.

Se parte aquí de un hecho irresoluble. A saber, la improcedencia del lenguaje desde algún punto conocido que permita tener delante de él, algún otro argumento contra su pretenciosa intención de ser la más lograda herramienta para representar la realidad. Si “pensáramos ilógicamente”… ¿No queda pues, precisamente con esta afirmación, fuera de toda posibilidad, la misma existencia de un algo en el universo que pueda ser llamado pensamiento? Y El hecho es el mismo que para el lenguaje: Para poder salvar esto, tendríamos que haber tenido alguna otra forma de conciencia, que nos permitiese contemplar el pensamiento, como algo que llegado un momento, de modo arbitrario, cogemos para usar… ¡Y no es así! No es que no podamos pensar nada ilógico… Simplemente, fuera de nuestro pensamiento no sabemos qué hay. La cosa es: “Mira, tienes este mundo, hay infinitas posibilidades para su representación, pero tú, único ser en el universo con conciencia, eres sólo pensamiento. Y lo peor para ti, es que no sabes desde cuando lo eres…”

Lo cándido está en creer que un mundo externo a nosotros deba tener cierta forma coherente con nuestra lógica interna. Sino, ¿porqué a ese dios tiene que condicionársele a crear un mundo conforme a nuestra miserable condición? “Y es que de un mundo ilógico no podríamos decir qué aspecto tendría”. Seamos sinceros: Y es que de este mundo, no podremos nunca decir, qué aspecto tiene

Pero no seamos injustos con este enorme escritor, creador de uno de los libros más lacónicos y magníficos que hay (el Tractatus), donde cada frase lleva un contenido poético muy dulce y eterno; y donde la concepción particular de su mundo, contiene una de las cosas más subyugantes en la filosofía: el misterio de una forma lógica impronunciable y sin mácula de algún origen por ningún sitio, que está contenida en la estructura del mundo. Hay que leer su intrincado y revelador “Investigaciones filosóficas” para darse cuenta de la gran sagacidad de Ludwig. Y desde luego, también lo que he dicho yo, respecto a sus dos incisos, es falso…

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